El caserío: historia y características de su arquitectura

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14 octubre, 2021 · 5 mins de lectura

Quien haya tenido la suerte de recorrer las carreteras secundarias del País Vasco, esas que serpentean entre idílicos pueblos y paisajes de montaña, habrá notado un elemento muy característico de su escenografía. Cada tanto, el verde intenso de los valles y las laderas se ve salpicado de un tipo de construcciones muy específicas de ese entorno: los caseríos.

La arquitectura tradicional del norte de España, en general, y del País Vasco español y francés en particular, tiene al caserío como uno de sus protagonistas principales. Baserri es el término en euskera para estas construcciones regionales europeas con varios siglos de historia, aunque muchas de las que siguen hoy en pie están reconstruidas o rehabilitadas.

La Real Academia Española (RAE) tiene varias acepciones para la palabra caserío. El significado depende fundamentalmente de en qué parte de España lo estemos utilizando. Mientras en el sur podemos referirnos con él al conjunto formado por un número reducido de casas, en el País Vasco y Navarra alude a la casa de labor típica.

Qué es un caserío: principales características

Si nos detenemos frente a un caserío real, nos encontraremos con una vivienda rural que muchos expertos califican como perfecta y eficiente, una unidad de vida y trabajo que reúne, en un mismo edificio, todas las funciones esenciales del campo: cuadra, granero, pajar, lagar y vivienda.

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Abuelos, padres e hijos, varias generaciones de una misma familia habitaban lo que hoy se conoce como el caserío moderno, un edificio de hasta mil metros cuadrados distribuidos en dos o tres plantas. Los miembros de la familia ocupaban la planta baja de la construcción junto con los animales. La planta alta estaba destinada a guardar la cosecha.

Otra característica destacada de estas edificaciones es que todas tenían un nombre propio e invariable, conocido por todos los habitantes de los alrededores y por las autoridades de la zona. Por norma general, ese nombre era el nombre de la familia dueña o explotadora de la finca, que había que cuidar y perpetuar. Cada heredero asumía la responsabilidad de honrar su apellido y no había mejor forma de hacerlo que dando continuidad y expandiendo el caserío.

Los auténticos caseríos vascos llevan sello gótico y se construyeron con mano de obra profesional formada con los grandes arquitectos alemanes y franceses. Las cuadrillas de trabajadores utilizaban las metodologías y técnicas importadas de esos países europeos.

Del sur de Alemania, adquirieron la forma de construir con grandes puzles de ensamblaje de madera de roble, uno de los grandes avances de la carpintería estructural gótica europea que se aplicó al esqueleto del edificio. En tanto que los modelos de anchos muros de cal y canto de entre 80 y 100 milímetros provenían de las catedrales góticas del sur de Francia.

En el diseño de estas viviendas de labranza mucho tenía que ver también qué productos se cosechaban en aquel entonces. El trigo y las manzanas empezaron siendo los principales frutos de la agricultura de la zona. De ahí que muchos caseríos se hayan levantado con un lagar de madera enorme, que la mayoría de las veces ocupaba todo el largo del edificio y en el que se prensaban las frutas. Algunas de estas casas aprovechaban también el desnivel del terreno para construir una bodega donde guardar la sidra elaborada con las manzanas así como el trigo.

Historia y origen de los caseríos vascos

Hay dos maneras de remontarnos y rescatar la historia de los caseríos vascos. La primera es estudiándolos como institución económica, como célula básica de producción familiar en una sociedad agropecuaria de montaña. Tendríamos que retroceder entonces hasta los siglos XII y XIII y desentrañar su origen medieval.

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Pero, aquí, el caserío nos interesa como fenómeno arquitectónico con una identidad particular y muy característica del norte de España. Entonces, no debemos viajar más allá de medio milenio, que es la antigüedad máxima de los edificios que aún pueblan las montañas guipuzcoanas, por ejemplo.

Fue hacia finales del siglo XV y principios del XVI cuando se produjo la gran explosión de los caseríos vascos debido, en gran parte, al reinado de los Reyes Católicos, que trajeron una mayor sensación de seguridad, apaciguando las guerras regionales para canalizarlas hacia el enemigo musulmán. La dinastía también aportó prosperidad, optimismo y oportunidades de hacer fortuna.

El contexto político, económico y social descomprimió mucho la situación de los labradores, que hasta el momento sufrían asaltos y robos y no se podían permitir darle prioridad a construir una vivienda fuerte y duradera a la par que funcional y moderna alrededor de la cual desarrollar las labores del campo.

Se pasa entonces de precarias cabañas de madera tipo chozas a cientos de caseríos de impecable construcción que iban ganando dignidad y respeto social a medida que crecían y cuyos muchos planos aún se conservan y permitirían replicarlos sin ningún inconveniente.

Con la llegada del siglo XIX y la revolución industrial, las nuevas fábricas demandaban gran cantidad de mano de obra. La gente de campo, la que trabajaba la tierra, comenzó a emigrar hacia las ciudades donde se aglutinaban las factorías y los caseríos empezaron su vaciamiento y decadencia.

En la actualidad, muchos de los caseríos se han reconvertido en casas rurales dedicadas al turismo. Si bien se han transformado y modernizado, todavía se respira en ellos ese aire de campo, de familia y de trabajo.

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